martes, 29 de mayo de 2012

Oniria e Insomnia

Ahora, justo cuando había logrado acostumbrarme, me marcho a otro lugar, quién sabe si mejor. 
He hecho de todo en estos últimos dos años, de todo menos vivir –vivir, en el sentido vitalista del término, inclusive nietzscheano–. Y eso que me tatué un recordatorio en el brazo por si algún día se me olvidaba hacerlo.
Pensarán que es una tontería eso de olvidarse <<vivir>>, pero no es así. Sufría una parálisis que me mantenía ajena al ritmo del mundo exterior. Y la causa tenía nombre y apellidos. 

Desde aquella noche nada ha vuelto a ser como antes, lo juro. A veces siento como si ella estuviera vigilándome. Incluso noto cómo se clavan en mi nuca sus pupilas. Y me gusta.
No sé por qué me gusta.
Además, ahora todos los miércoles me parecen despreciables, y los jueves, y todos los días de la semana en los que siguen corriendo por mi mente a raudales pensamientos oníricos e imágenes siderales. Esas cosas que a mí me provocan tanta aversión.

Y eso que la quise… ¡Si supieran cuánto la quise! De verdad, que hasta sonámbula de día como ella solía estar, no hubiera tocado ni un solo mechón de su pelo bermellón por no haberla despertado y hecho caer desde la altura hasta donde la había llevado su orgullo. Imagínense cómo era. De aquellas que continuaban desfilando aunque el desfile ya hubiera acabado.        
Pero la quería, de verdad que la quería. Si no, pregúntenle a ella.


PD: Esa noche, ella fue muy cruel. Empezó despidiéndose --> http://www.youtube.com/watch?v=3GqTzn7Hi3U

Reminiscencia

Extraño tu lengua.  Y no me refiero al órgano, sino al argot de nuestro trato, idioma producto de nuestras pasiones filarmónicas, ese tierno vínculo fruto de aquel idilio fugaz entre tú y yo.
Idilio de una noche, con un ocaso artificial como escenario, y cuyo prólogo fue la promesa de no dejarnos jamás.  
Se me achica el alma de pensarlo, y lo sueño cada noche que el insomnio no decide instalarse en mi cama para hacerme compañía.

Del incendio apagado, queda una chispa encendida.
Aún recuerdo cómo palpitaba mi corazón cada vez que te erguías hacia mí y me acariciabas el pelo, torpemente, como si fuera tu primera vez. Y cómo me erguía yo, buscando con mis manos la forma de parar el tiempo. 
Todo se resumía en una vorágine de sentimientos asilvestrados, espontáneos, al fin, sin la cruz de la quimera.

Y allí estaban los astros, fieles testigos de lo que había tenido lugar entre tus labios y los míos en aquel universo carmesí al que hacías llamar tu habitación.  Y como epílogo, templaron el fulgor de su energía,  y dieron paso a la negrura en la que todavía hoy, me hallo sumergida.