Idilio de una noche, con un ocaso artificial como escenario, y cuyo prólogo fue la promesa de no dejarnos jamás.
Se me achica el alma de pensarlo, y lo sueño cada noche que el insomnio no decide instalarse en mi cama para hacerme compañía.
Del incendio apagado, queda una chispa encendida.
Aún recuerdo cómo palpitaba mi corazón cada vez que te erguías hacia mí y me acariciabas el pelo, torpemente, como si fuera tu primera vez. Y cómo me erguía yo, buscando con mis manos la forma de parar el tiempo.
Todo se resumía en una vorágine de sentimientos asilvestrados, espontáneos, al fin, sin la cruz de la quimera.
Y allí estaban los astros, fieles testigos de lo que había tenido lugar entre tus labios y los míos en aquel universo carmesí al que hacías llamar tu habitación. Y como epílogo, templaron el fulgor de su energía, y dieron paso a la negrura en la que todavía hoy, me hallo sumergida.